Después de más de un
año, el post o entrada "El problema de la estética en la liturgia" se encuentra
entre los más leídos de este blog. A día de hoy ha recibido cerca de 1.700
visitas. Cuando escribo estas líneas se encuentra en el primer lugar de los
cinco más leídos en los últimos siete días. Los que visitan el post suelen
buscar cosas muy específicas sobre los ornamentos litúrgicos. Al principio, la
inmensa mayoría venía por los vínculos hechos por otros blogs, facebook,
etc.
El hábito no hace al
monje, dice el adagio, pero en la Iglesia contemporánea no hay nada que
califique o descalifique, que cree comentarios o que impacte tanto como el porte
exterior. Por tanto, la tentación primera de descalificar la cuestión estética
como algo secundario choca con lo que nos encontramos hoy de puertas para
dentro. En el "mundo secular", nunca ha sido tan importante y nunca ha sido tan
ideológica la cuestión estética. No es mi intención hacer aquí una reflexión
filosófica sobre este tema, pero hay que reconocer su importancia. En los
últimos años, la estética de las celebraciones ha cobrado más importancia, salvo
quizás en el mundo rural, del que tengo experiencia de primera mano. Pero como
el cristianismo siempre ha sido un fenómeno típicamente urbano -los 'paganos' siempre serán los hombres
del 'pagus'-, vemos en
nuestras ciudades que el cuidado y selección de los elementos cultuales no es
baladí.
Hoy se puede apreciar
una vuelta al "barroquismo" en las celebraciones vaticanas. Detrás de esto no
hay un cuestión de moda. No hay tendencia secular en esa dirección. La razón de
este cambio obedece, en primer lugar, a una mayor diferenciación de la liturgia
papal de las liturgias episcopales y presbiterales. En algunos momentos del
pontificado de Juan Pablo II, esta diferencia no se subraya al tener este papa
una personalidad singular que no requería un porte exterior que realzara su
cargo. En segundo lugar, y como ya es conocido, la reaparición de estilos
barrocos quiere transmitir el mensaje de que no ha habido "ruptura" con la
reforma litúrgica posterior al Vaticano II y el período inmediatamente
precedente.
Lo cierto es que, las grandes
reformas, suelen ir acompañadas de una estética identificativa. Si pensamos en
los regímenes totalitarios del s. XX esto salta a la vista. Así que es
perfectamente comprensible que en momentos de reforma eclesial, también haya una
estética que ayude a visibilizar mejor esa renovación que se está dando o que se
quiere dar. El problema de la estética litúrgica surgida a partir de los años
60's es que se encuentra con un ámbito artístico secular propiamente tal, es
decir, que se ha separado del plano trascendente, haciendo difícil al arte
contemporáneo remitir al Otro. Pero como en esos momentos no se da un estilo
artístico homogéneo, no nos debe sorprender que también en el arte contemporáneo
de esa época y en la actual podamos encontrar representaciones que sí que nos
llevan al plano trascendente. Es lo que algunos llaman "the other
modern".
En las mismas normas
litúrgicas, lo mismo que en la Constitución conciliar sobre liturgia (cf. SC
123), propician esa "apertura" a formas artísticas dispares entre sí. Estas
normas, vistas en la distancia, se asemejan mucho a las nuevas sobre
inculturación: transmiten el complejo de culpa del magisterio y de la jerarquía
ante ciertas "leyendas urbanas" y falsas acusaciones de colonialismo, de
inculturación forzada, etc., que no fueron vividas como tales por sus
contemporáneos. Se ha olvidado, en general, que la Iglesia crea cultura, valiéndose
de estilos artísticos abiertos a la trascendencia. Si lo hizo con el románico,
el gótico o el barroco no era porque quería "europeizar" el mundo, sino porque
estos estilos le servían bien a su propósito de elevar las mentes a Dios. Pero
en medio de los 60's, esto no podía ni intuirse. En un mundo que se desmarca del
eurocentrismo, la Iglesia sufrió -y sufre- un complejo de inferioridad culturar
digno de ser examinado por el mejor psicoanalista.
Todo esto justifica que
ante no saber qué camino escoger, el más seguro fuera el "minimalismo". Pero
esto no obedecía a un fenómeno secular de entonces -en estos años sí-, sino que
tenía un fundamento intra-eclesial: el espíritu del Cister. Y hay que decir,
aunque se puedan enfadar nuestros amigos de la orden de los "padres negros", que
ese espíritu estético es igualmente cisterciense como benedictino. El espíritu
de Cluny murió. El Cister invadió incluso a la orden que "criticó". Si leemos el
conocido libro de Cassingena-Trevedy, La belleza de la
liturgia, y si
conocemos un poco la estética cisterciense, veremos una gran compenetración. A
este dato hay que sumar el poco "aprecio" que tiene la época de Cluny y, yendo
más para atrás, figuras como Benito de Aniano en la historiografía benedictina
contemporánea. Aunque todo esto es matizable, creo que en líneas generales nadie
podrá discutir que cuando decimos hoy "liturgia benedictina", nadie se imagina
las interminables ceremonias cluniacenses, sino una liturgia laaaarga por sus
numerosos silencios y "vacíos", no por por sus muchos ritos.
Al comprender el influjo
monástico-benedictino que tuvo la estética litúrgica en algunos ámbitos de la
reforma litúrgica, debemos tener en cuenta estos presupuestos. Algunos dicen que
la si bien en cuestiones dogmáticas el concilio siguió el "espíritu"
franco-germánico -el del s. XX-, en la cuestión litúrgica fue a la "italiana": o
amamos el barroco o lo detestamos. Pero, como digo, al no tener una estética
secular uniforme, se intentó una "no-estética". El famoso vídeo de Bruce Lee
bien lo podía haber pronunciado cualquier prelado de la
época:
El problema de este
planteamiento es que no es propiamente cristiano. Siempre tiene que existir la
iconografía. Si no, nos encontramos con las "iglesias-garaje", que se niegan a
morir en pleno siglo XXI. Descartado el "realismo" pictórico, el arte que se
abre a la trascendencia ha encontrado en expresiones como el mosaico (Rupnik) o una renovada re-presentación de la
iconografía oriental (bizantina), como la vemos en Ruverbal:
El mosaico, pero sobre
todo los iconos, suelen ser aceptados por los católicos de todas las
sensibilidades. No sé si por ser parte del patrimonio común o simplemente por
desconocer su existencia durante largos siglos en Occidente.
Con respecto a las
vestiduras sagradas, la estética "monástica" que ha surgido en algunas partes en
los últimos años, y que convenientemente he "condenado", es en realidad una
estética "nueva". Se olvida que la reforma litúrgica, en el final del
pontificado de Pablo VI, en el breve de Juan Pablo I, y de forma intermitente
pero especialmente en sus primeros 10 años del de Juan Pablo II, ofrecía una
estética propia. Tenía que ver con la simplicidad cisterciense-benedictina, y
destilaba gran elegancia, especialmente en los llamados ornamentos "interiores"
como el alba, sobrepelliz, etc. He aquí unos ejemplos:
Esta estética, aunque en
algún caso fuera "adoptada" y en algunas cuestiones, por algún "movimiento"
eclesial, lentamente se está olvidando. En su lugar -y por lo menos son lo
suficientemente honrados para llamarla "conciliar"- se está adoptando una
"monástica" poco práctica, que lleva al extremo el criterio "form-less" y en la
que el vestido litúrgico adquiere una importancia tanto más o igual que en las
formas barrocas. Y esta estética surge especialmente en los últimos años del
pontificado de Juan Pablo II, por lo que no se puede hablar de "reacción
estética". Simplemente se descarta la estética inmediatamente pos-conciliar para
"explorar" nuevas vías.
En una Iglesia tan
mediática como la contemporánea al nacimiento de la televisión e internet, creo
que "explorar" otras formas no presentes en la Tradición es arriesgado. Las
opciones papales son una apuesta segura. Sin embargo, ya sea por razones
económicas o por los desafortunados y altamente vinculantes "localismos", la
estética papal, tanto la de antes como la de ahora, tiene poco eco en los
presbíteros y obispos "de a pie". Pero creo ambas estéticas, la actual de
Benedicto XVI -que podemos identificar sin problemas con la de Pablo VI durante
el concilio Vaticano II y los papas inmediatamente precedentes- y la del
inmediato pos-concilio, son "sólidas" en sus aspiraciones a la trascendencia.
Los experimentos artísticos actuales al margen de estas dos estéticas son
precisamente eso, experimentos. Aunque se insiste contemporáneamente en el corte
más que en los adornos, en el caso de las vestiduras debería regir el mismo
principio que en el espacio sagrado: la ausencia de iconografía es
contraproducente.
La estética litúrgica no
es algo sin importancia. Por desgracia, la experimentación y los resultados
menos favorables están ahí y nos acompañarán durante décadas o, si resisten el
paso del tiempo, hasta siglos. Pero creo que es un buen momento por apostar por
estéticas que no desdigan del culto y que estén abiertas a la
trascendencia.
Adolfo
Ivorra
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