DECENARIO: DÍA 8

DECENARIO 
AL ESPÍRITU SANTO

DÍA: 8


ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

Ven Espíritu Santo,
Amor infinito y 
Espíritu Santificador:
Contra la necedad, 
concédeme el Don de Sabiduría, 
que me libre del tedio y de la insensatez.
Contra la rudeza, 
dame el Don de Entendimiento, 
que ahuyente tibiezas, 
dudas, nieblas, desconfianzas.
Contra la precipitación, 
el Don de Consejo, 
que me libre de las indiscreciones 
e imprudencias.
Contra la ignorancia, 
el Don de Ciencia, 
que me libre de los 
engaños del mundo, 
demonio y carne, 
reduciendo las cosas 
a su verdadero valor.
Contra la pusilanimidad, 
el Don de Fortaleza, 
que me libre de la debilidad 
y cobardía en todo caso 
de conflicto.
Contra la dureza, 
el Don de Piedad, 
que me libre de la ira, rencor,
injusticia, crueldad y venganza.
Contra la soberbia, 
el Don de Temor de Dios, 
que me libre del orgullo, 
vanidad, ambición y presunción.


Consideraciones de San Josemaría

Vivir según el Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio:

todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad. Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido.

Espíritu Santo abrásanos 
en el fuego de tu amor, 
te rogamos óyenos.


Dos alternativas para profundizar en el Decenario:
1. Meditación: Hablar con Dios  
2. Decenario Francisca Javiera del Valle 


 1. 


HABLAR CON DIOS

Los frutos del Espíritu Santo


Los frutos del Espíritu Santo en el alma, manifestación de la gloria de Dios. El amor, el gozo y la paz.

- Paciencia y longanimidad. Su importancia en el apostolado.

- Los frutos que se relacionan más directamente con el bien del prójimo: bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

I. 

Cuando el alma es dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo se convierte en el árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Esos frutos sazonan la vida cristiana y son manifestación de la gloria de Dios: en esto será glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto (1), dirá el Señor en la Ultima Cena.

Estos frutos sobrenaturales son incontables. San Pablo, a modo de ejemplo, señala doce frutos, resultado de los dones que el Espíritu Santo ha infundido en nuestra alma: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad (2).

En primer lugar figura el amor, la caridad, que es la primera manifestación de nuestra unión con Cristo. Es el más sabroso de los frutos, el que nos hace experimentar que Dios está cerca, y el que tiende a aligerar la carga a otros. La caridad delicada y operativa con quienes conviven o trabajan en nuestros mismos quehaceres es la primera manifestación de la acción del Espíritu Santo en el alma: “no hay señal ni marca que distinga al cristiano y al que ama a Cristo como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas” (3).

Al primer y principal fruto del Espíritu Santo “sigue necesariamente el gozo , pues el que ama se goza en la unión con el amado” (4). La alegría es consecuencia del amor; por eso, al cristiano se le distingue por su alegría, que permanece por encima del dolor y del fracaso. ¡Cuánto bien ha hecho en el mundo la alegría de los cristianos! “Alegrarse en las pruebas, sonreír en el sufrimiento..., cantar con el corazón y con mejor acento cuanto más largas y más punzantes sean las espinas (...) y todo esto por amor... éste es, junto al amor, el fruto que el Viñador divino quiere recoger en los sarmientos de la Viña mística, frutos que solamente el Espíritu Santo puede producir en nosotros” (5).

El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios, que supera todo conocimiento (6); es -como la define San Agustín- “la tranquilidad en el orden” (7). Existe la falsa paz del desorden, como la que reina en una familia en la que los padres ceden siempre ante los caprichos de los hijos, bajo el pretexto de “tener paz”; como la de la ciudad que, con la excusa de no querer contristar a nadie, dejase a los malvados cometer sus fechorías. La paz, fruto del Espíritu Santo, es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien. Esta paz supone lucha constante contra las tendencias desordenadas de las propias pasiones.

II. 

La plenitud del amor, del gozo y de la paz sólo la encontraremos en el Cielo. Aquí tenemos un anticipo de la felicidad eterna en la medida en que somos fieles. Ante los obstáculos, las almas que se dejan guiar por el Paráclito producen el fruto de la paciencia, que lleva a soportar con igualdad de ánimo, sin quejas ni lamentos estériles, los sufrimientos físicos y morales que toda vida lleva consigo. La caridad está llena de paciencia; y la paciencia es, en muchas ocasiones, el soporte del amor. “La caridad ‑escribía San Cipriano- es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad... Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y de la resignación, y perderá las raíces y el vigor” (8). El cristiano debe ver la mano amorosa de Dios, que se sirve de los sufrimientos y dolores para purificar a quienes más quiere y hacerlos santos. Por eso, no pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las calumnias... y ni siquiera ante los propios fracasos espirituales.

La longanimidad es semejante a la paciencia. Es una disposición estable por la que esperamos con ecuanimidad, sin quejas ni amarguras, y todo el tiempo que Dios quiera, las dilaciones queridas o permitidas por Él, antes de alcanzar las metas ascéticas o apostólicas que nos proponemos.

Este fruto del Espíritu Santo da al alma la certeza plena de que -si pone los medios, si hay lucha ascética, si recomienza siempre- se realizarán esos propósitos, a pesar de los obstáculos objetivos que se pueden encontrar, a pesar de las flaquezas y de los errores y pecados, si los hubiera.

En el apostolado, la persona longánime se propone metas altas, a la medida del querer de Dios, aunque los resultados concretos parezcan pequeños, y utiliza todos los medios humanos y sobrenaturales a su alcance, con santa tozudez y constancia. “La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.

“Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros -los más flojos- quedarán al menos alertados” (9).

El Señor cuenta con el esfuerzo diario, sin pausas, para que la tarea apostólica dé sus frutos. Si alguna vez éstos tardan en aparecer, si el interés que hemos puesto por acercar a Dios a un familiar o a un colega pareciera estéril, el Espíritu Santo nos dará a entender que nadie que trabaje por el Señor con rectitud de intención lo hace en vano; mis elegidos no trabajarán en vano (10). La longanimidad se presenta como el perfecto desarrollo de la virtud de la esperanza.

III. 

Después de los frutos que relacionan el alma más directamente con Dios y con la propia santidad, San Pablo enumera otros que miran en primer lugar al bien del prójimo: revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente... (11).

La bondad de la que nos habla el Apóstol es una disposición estable de la voluntad que nos inclina a querer toda clase de bienes para otros, sin distinción alguna: amigos y enemigos, parientes o desconocidos, vecinos o lejanos. El alma se siente amada por Dios y esto le impide tener celos y envidias, y ve en los demás a hijos de Dios, a los que Él quiere, y por quienes ha muerto Jesucristo.

No basta querer el bien para otros en teoría. La caridad verdadera es amor eficaz que se traduce en hechos. La caridad es bienhechora (12), anuncia San Pablo. La benignidad es precisamente esa disposición del corazón que nos inclina a hacer el bien a los demás (13). Este fruto se manifiesta en multitud de obras de misericordia, corporales y espirituales, que los cristianos realizan en el mundo entero sin acepción de personas. En nuestra vida se manifiesta en los mil detalles de servicio que procuramos realizar con quienes nos relacionamos cada día. La benignidad nos impulsa a llevar paz y alegría por donde pasemos, y a tener una disposición constante hacia la indulgencia y la afabilidad.

La mansedumbre está íntimamente unida a la bondad y a la benignidad, y es como su acabamiento y perfección. Se opone a las estériles manifestaciones de ira, que en el fondo son signo de debilidad. La caridad no se aíra (14), sino que se muestra en todo con suavidad y delicadeza y se apoya en una gran fortaleza de espíritu. El alma que posee este fruto del Espíritu Santo no se impacienta ni alberga sentimientos de rencor ante las ofensas o injurias que recibe de otras personas, aunque sienta -y a veces muy vivamente, por la mayor finura que adquiere en el trato con Dios- las asperezas de los demás, los desaires, las humillaciones. Sabe que de todo esto se sirve Dios para purificar a las almas.

A la mansedumbre sigue la fidelidad. Una persona fiel es la que cumple sus deberes, aun los más pequeños, y en quien los demás pueden depositar su confianza. Nada hay comparable a un amigo fiel -dice la Sagrada Escritura-; su precio es incalculable (15). Ser fieles es una forma de vivir la justicia y la caridad. La fidelidad constituye como el resumen de todos los frutos que se refieren a nuestras relaciones con el prójimo.

Los tres últimos frutos que señala San Pablo hacen referencia a la virtud de la templanza, la cual, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, produce frutos de modestia, continencia y castidad. Una persona modesta es aquella que sabe comportarse de modo equilibrado y justo en cada situación, y aprecia los talentos que posee sin exagerarlos ni empequeñecerlos, porque sabe que son un regalo de Dios para ponerlos al servicio de los demás. Este fruto del Espíritu Santo se refleja en el porte exterior de la persona, en su modo de hablar y de vestir, de tratara la gente y de comportarse socialmente. La modestia es atrayente porque refleja la sencillez y el orden interior.

Los dos últimos frutos que señala San Pablo son la continencia y la castidad. Como por instinto, el alma está extremadamente vigilante para evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior, tan grata al Señor. Estos frutos, que embellecen la vida cristiana y disponen al alma para entender lo que a Dios se refiere, pueden recogerse aun en medio de grandes tentaciones, si se quita la ocasión y se lucha con decisión, sabiendo que nunca faltará la gracia del Señor.

A la Virgen Santísima nos acercamos al terminar nuestra oración, porque Dios se sirve de Ella para, por influjo del Paráclito, producir abundantes frutos en las almas. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Venid a mí cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel... (16).

(1) Jn 15, 8.- (2) Cfr. Gal 5, 22-23.- (3) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre lo incomprehensible, 6, 3.- (4) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 70, a. 3.- (5) A. RIAUD, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, 4ª ed., Madrid 1985, p. 120.- (6) Flp 4, 7.- (7) SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios, 19, 13, 1.- (8) SAN CIPRIANO, Del bien de la paciencia, 15.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 207.- (10) Is 45, 23.- (11) Col 3, 12-13.- (12) 1 Cor 13, 4.- (13) Cfr. A. RIAUD, o. c., p. 148 ss.- (14) 1 Cor 13, 5.- (15) Eclo 6, 1.- (16) Eclo 24, 24-27.


 


DECENARIO 
FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE

DÍA OCTAVO

Acto de contrición

¡Oh Santo y Divino Espíritu!, bondad suma y caridad ardiente; que desde toda la eternidad deseabas anhelantemente el que existieran seres a quienes Tú pudieras comunicar tus felicidades y hermosuras, tus riquezas y tus glorias.

Ya lograste con el poder infinito que como Dios tienes, el criar estos seres para Ti tan deseados.
¿Y cómo te han correspondido estas tus criaturas, a quienes tu infinita bondad tanto quiso engrandecer, ensalzar y enriquecer?

¡Oh único bien mío! Cuando por un momento abro mis oídos a escuchar a los mortales, al punto vuelvo a cerrarlos, para no oír los clamores que contra Ti lanzan tus criaturas: es un desahogo infernal que Satanás tiene contra Ti, y no es causa por lograr el que los hombres Te odien y blasfemen, y dejen de alabarte y bendecirte, para con ello impedir el que se logre el fin para que fuimos criados.

¡Oh bondad infinita!, que no nos necesitáis para nada porque en Ti lo tienes todo: Tú eres la fuente y el manantial de toda dicha y ventura, de toda felicidad y grandeza, de toda riqueza y hermosura, de todo poder y gloria; y nosotros, tus criaturas, no somos ni podemos ser más de lo que Tú has querido hacernos; ni podemos tener más de lo que Tú quieras darnos.

Tú eres, por esencia, la suma grandeza, y nosotros, pobres criaturas, tenemos por esencia la misma nada.
Si Tú, Dios nuestro, nos dejaras, al punto moriríamos, porque no podemos tener vida sino en Ti.

¡Oh grandeza suma!, y que siendo quien eres ¡nos ames tanto como nos amas y que seas correspondido con tanta ingratitud!

¡Oh quien me diera que de pena, de sentimiento y de dolor se me partiera el corazón en mil pedazos! ¡O que de un encendido amor que Te tuviera, exhalara mi corazón el último suspiro para que el amor que Te tuviera fuera la única causa de mi muerte!.

Dame, Señor, este amor, que deseo tener y no tengo. Os le pido por quien sois, Dios infinito en bondades.

Dame también tu gracia y tu luz divina para con ella conocerte a Ti y conocerme a mí y conociéndome Te sirva y Te ame hasta el último instante de mi vida y continúe después amándote por los siglos sin fin. Amén.

Oración para todos los días

Señor mío, único Dios verdadero, que tienes toda la alabanza, honra y gloria que como Dios te mereces en tus Tres Divinas Personas; que ninguna de ellas tuvo principio ni existió una después que la otra, porque las Tres son la sola Esencia Divina: que las tiene propiamente en sí tu naturaleza y son las que a tu grandeza y señoría Te dan la honra, la gloria, el honor, la alabanza, que como Dios Te mereces, porque fuera de Ti no hay honra ni gloria digna de Ti.

¡Grandeza suma! Dime, ¿por qué permites que no sean conocidas igualmente de tus fieles las Tres Divinas Personas que en Ti existen?.

Es conocida la persona del Padre; es conocida la Persona del Hijo; sólo es desconocida la tercera Persona, que es el Espíritu Santo.

¡Oh Divina Esencia! Nos diste quien nos criara y redimiera y lo hiciste sin tasa y sin medida. Danos con esta abundancia quien nos santifique y a Ti nos lleve.

Danos tu Divino Espíritu que concluya la obra que empezó el Padre y continuó el Hijo. Pues el destinado por Ti para concluirla y rematarla es tu Santo y Divino Espíritu.
Envíale nuevamente al mundo, que el mundo no le conoce, y sin El bien sabéis Vos, mi Dios y mi todo, que no podemos lograr tu posesión; poseer por amar en esta vida y en posesión verdadera por toda la eternidad.
Así sea.

Consideración

La gran batalla que Satanás prepara para el alma, cuando la ve que persevera en su camino comenzado. Sufrimiento del alma en la batalla; el gran contento que damos a Dios con ella y lo que nos dan por haber peleado, no merecido, sino dado por el amor que nos tiene.

Cuando el alma se resuelve a no querer nada si no es el seguir a su amado Redentor, y poniendo en Él fija su mirada con el único fin de hacer por Él, si pudiera, lo que ve que ha hecho y sufrido por ella su adorable Redentor, enfurecido Satanás, prepara una gran batalla y a ella trae todo su ejército infernal.

Pues, ¿qué quiere?, ¿qué busca?, ¿qué pretende conseguir de nosotros Satanás que trae consigo todos sus moradores?
Según enseñanzas de nuestro inolvidable Maestro, se propone arrancar de nosotros las tres virtudes teologales. Pero donde va directamente a poner el blanco es en la fe, porque conseguida ésta, fácil cosa le es conseguir las otras dos; porque la fe es como el fundamento donde se levanta todo el edificio espiritual, que es lo que él quiere y desea y pretende destruir.

Dios entonces calla; no le impide su intento, antes prepara los caminos para que sea más ruda la batalla.

Y también Dios tiene en ello sus fines porque el prepararle los caminos es para dejarle en la batalla confundido, burlado y derrotarlo con la más completa derrota, y salgamos nosotros vencedores de esta batalla y quedemos invencibles en lo por venir.

Cuando Satanás ya se acerca a la pelea, lo primero que echamos de menos es la luz clara y hermosa que nos había Dios dado, para con ella conocer la verdad.
La escuela se cierra; la memoria y la razón, por la fuerza del dolor y sentimiento que el alma tiene, parece que se ha perdido.

¡Pobre alma! Quiere buscar a su Dios, y no sabe. Le quiere llamar, y no puede articular palabra. Todo se le ha olvidado; con tan profunda pena, se siente sola, sin compañía ninguna.

¿A qué compararé yo este estado? Nada hallo, si no es a esas noches de verano, en que se levantan de repente esos nublados tan fuertes y horribles, que por su oscuridad tenebrosa nada se ve, sino relámpagos que asustan, truenos que dejan a uno temblando, aires huracanados, que recuerdan la justicia de Dios al fin del mundo, el granizo y piedra, que parece que todo lo va a destruir.

No hallo cosa a qué poderlo comparar: sola, sin su Dios, siente venir a ella como un ejército furioso, que la gritan que está engañada, que no hay Dios, y la cercenan por todas partes, llenos de retórica que la dan conferencias, sin ella quererlo, pero no la dejan un punto, y con razonamientos tan fuertes y violentos, que a la fuerza la quieren hacer creer que no hay Dios, y con horribles bocachadas, que no hay el tal Dios a quien ella busca, y como con poder sobre las potencias para no poder ni discurrir ni creer otra cosa si no es aquello que a la fuerza y más que a la fuerza quieren hacer entender y creer a uno que nada más se crea lo que ellos dicen, y a ninguna otra cosa más se crea.

Allí está el alma toda oprimida con la más profunda pena, porque no sabe qué hizo para perder tan pronto a su Dios y la fe que en Él tenía; pues se ve entre tales consejeros por todos tan angustiada, que siente tienen su alma oprimida como uvas en el lagar; así, para no dejar en ella ni rastro alguno de fe.

Aquí enferma el alma de tanta pena, viendo que perdió a su Dios, y Le perdió para siempre por haber perdido la fe.

En esta tan inmensa y como infinita pena, allá a lo lejos y como una cosa que se soñó y que no se sabe que se ha soñado, se acuerda de la Iglesia y del amor que a ella debemos tener, y este recuerdo, como cuando a uno le ha faltado el conocimiento, y al volverle, quiere hablar y habla como entrecortadas palabras, así el alma sin voz, y tartamudeando, como que atinó a decir: me uno a las creencias todas de mi madre la Iglesia y no quiero creer ninguna cosa más.

Y sin poder decir más, ni hablar, ni entender, así pasé meses y meses hasta pasados dos años.

Tenía dieciocho años cuando esto pasó por mí, y cuando tanto yo sufría y lloraba sin consuelo la pérdida de mi fe, he aquí que amaneció para mí el día claro y hermoso.

Y así como yo, sin saber nada, en este estado vi que me metieron, también ahora vi y sentí que de él me sacaron. Y cuando yo tanto lloraba la pérdida de mi fe, me vi de ella hermosamente vestida.

Tanto, que por todo pasaría antes que perder la fe; y si por un imposible, hasta la cabeza de la Iglesia dijera que no había Dios, yo le diría: existe Dios, y en testimonio de mi creencia, despedácenme, pues hambre y sed tengo de verle.

¡Oh, lo que es Dios! ¡Oh, sapientísimo Maestro mío! ¿Por dónde me llevaste, para darme lo que me diste? Me desnudaste de la fe que yo tenía, para vestirme de una fe que nadie me podrá arrancar. ¡Oh Maestro mío, Maestro mío! Como eres, ¿quién te conocerá si Tú mismo no te das a conocer?.

Admirable eres en tu modo de enseñar, y más admirable en tus enseñanzas; pero eres inmensamente más admirable, cuando al entrar en el combate y al empezar la batalla me dejas sola y Te ocultas y ocultándote me ayudas en la pelea, para que salga de allí con el más glorioso triunfo, dejando a Satanás vencido, humillado ante sus satélites y derrotado con humillante derrota.

Y yo salí de allí con tal fe, que nunca mayor tuve; y bien puedo decir con verdad: Maestro mío, que habiéndome Vos vestido de una fe, porque pasada esta tan cruel batalla, por ser con Satanás la pelea, me han dado a gustar, tener y sentir, poseer y gozar cuanto creí; por eso digo, que habiendo echado en mi alma hondas raíces la fe, que nadie me la podría arrancar, y habiéndome Vos vestido de tan brillante fe, vivo sin fe; porque ahora tengo ya en posesión lo que creía y esperaba.

De la esperanza, ¿qué diré?, ¿que la tengo o que no la tengo? Diré, que ya tengo en posesión y en alto grado más de lo que yo esperaba.

¿Y de la caridad? ¡Oh, se dilató mi corazón para amar! Ardía en deseos de amar, me dieron amor por amar; y este amor que me han dado, tal hambre de amor me da, que me excita el deseo de amar a Dios cuanto debo, y no le puedo saciar.

¡Oh Maestro mío, mi todo en todas las cosas, y mi todo en cada una de ellas! Date a conocer, pues que los hombres no Te conocen; date a conocer siquiera del pequeño número de almas que Te están consagradas. ¡Mira que éstas viven en la paz, tranquilidad y reposo que Tú buscas, para poner en ellas tu nido. Mansa, pura, casta y sencilla paloma: déjalas sentir el amoroso arrullo de tus castos amores, y de Ti quedarán prendidas y enamoradas para siempre.

Acuérdate, bondad suma, que el Criador nos dio un corazón para amar y ser amados, y no hallan sino amores falsos, fingidos y rastreros. Demuéstrales este tu amor, puro, casto, desinteresado, fuerte, dulce, afable, consolador, constante, duradero, que se dilata más y más cada día, que ni la muerte les separa, pues pasa a los confines de la eternidad, y allí por aquellas eternidades se dilata, y dilatado, ama por los siglos sin fin, mientras dure tu existencia que pasa y traspasa las eternidades, porque las eternidades Tú las formaste, todas salieron de Ti, vida que siempre viviste en dilatados amores, y con ellos amáis a todos cuantos quieren ser de Ti amados. ¡Haz que entiendan esta verdad, dulce bien mío!


¡Saca a las inteligencias de tanta ignorancia e ilumínalas con tu luz clara y hermosa, y que vean con ello lo infinito y dilatado que es tu amor; haz también que no quieran ni busquen, ni deseen otro amor que el tuyo, y correspondan a tu amor! ¡Cielo de los mismos cielos! Tenga yo el consuelo de verte conocido y amado de todas tus criaturas.

¡Oh! ¡Qué será verte por los siglos sin fin, dilatar las venideras eternidades, para los que Te han buscado, servido y amado, y dilatarlos en dilatados amores, los más puros y deleitables, como son los que brotan de la pureza y santidad de Dios, Divina Esencia, de las divinas perfecciones que en Él están encerradas, y de ellas gustar, sin que nadie nos lo pueda impedir, ni estorbar, ni disminuir; antes bien, aumentar!

¡Oh! ¿Qué será este vivir? ¡Señor, aquí me tienes! Ya sabes lo que te quiero decir, y dame por ello, el que se cumplan en tus criaturas tus designios amorosos en el tiempo para que continuemos por los siglos sin fin. Así sea.

Letanía del Espíritu Santo

Señor. Tened piedad de nosotros.
Jesucristo. Tened piedad de nosotros
Señor. Tened piedad de nosotros.
De todo regalo y comodidad. 
Libradnos Espíritu Santo.
De querer buscar o desear algo que no seáis Vos. 
Libradnos Espíritu Santo.
De todo lo que te desagrade. 
Libradnos Espíritu Santo.
De todo pecado e imperfección y de todo mal. 
Libradnos Espíritu Santo.

Padre amantísimo. Perdónanos.
Divino Verbo. Ten misericordia de nosotros.
Santo y Divino Espíritu. No nos dejes hasta ponernos en la posesión de la Divina Esencia, Cielo de los cielos.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Enviadnos al divino Consolador.

Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Llenadnos de los dones de vuestro espíritu.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo, haced que crezcan en nosotros los frutos del Espíritu Santo.
Ven, ¡oh Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía tu Espíritu y serán creados y renovarán la faz de la tierra.

Oremos:

Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos, según el mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo, Señor nuestro. Así sea.

Obsequio al Espíritu Santo para este día octavo

La confianza en Dios

El obsequio que hemos de hacer este día al Espíritu Santo, es no desconfiar jamás de Dios, ni entregarnos al desaliento; porque es el camino trazado por Satanás para llevar las almas a la desesperación.

Nunca la deis entrada en vuestro corazón a la desconfianza y al desaliento; mirad a Judas en qué vino a parar por entregarse al desaliento. Y mirad a Pedro lo que fue por la confianza en Dios.

¿Por qué le llamó nuestro dulce Jesús a Judas, amigo, y a ninguno llamó con este nombre sino a él? Fue para alentarle a la confianza en Él.

¡Oh si Judas en aquel momento que el Señor le llamó amigo hubiese reconocido y llorado su pecado! ¿Creéis que Judas se hubiera desesperado y por lo tanto condenado? No.

Nuestro Maestro inolvidable, hablándonos de la grande falta que cometemos, cuando de Él desconfiamos, nos dice: que Judas, si hubiera ido a Jesucristo, confiando en Él que le perdonaría su pecado, no sólo le hubiese perdonado, sino que le hubiera tenido siempre como amigo y con obras le hubiera mostrado el título de amigo que le dio.

Pero Jesucristo solo no pudo salvarle; porque Dios que nos crió sin nosotros, nos dice ese sapientísimo Maestro que no nos salvará sin nosotros.

Y ésta es otra prueba más del amor que nos tiene, por habérnoslo así manifestado. Porque sabiendo Dios, como sabe, lo astuto que es Satanás y lo que trabaja para que de Dios desconfiemos y no acudamos a Él, así cuando pecamos y Le ofendemos, como cuando Le damos gusto y contento en todo, ¿qué es lo que quiere Dios que hagamos? Siempre ir a Él con la misma confianza.

Pues qué, ¿nos ama menos Dios que nos ama nuestra madre? Mirad: siempre nos mira Dios como niños; porque siempre en lo que a Él se refiere, como niños obramos.

Cuántas veces en nuestra niñez nos advertía nuestra madre: mira, no hagas tal cosa, que te vas a hacer daño; mira que te pego si haces tal cual cosa. ¿La hacíamos? Y al pie de la letra nos sucedía lo que nuestra madre nos había dicho.

Y ¿qué hacíamos? Pues gritar, y más gritar, llorar y decir: madre..., madre. Y si el daño que nos hicimos fue grave, ¡cuántos ayes dábamos a nuestra madre!, y no fiábamos ni de nosotros mismos, ni de nuestros amigos, ni de vecinos, ni de parientes, porque sabíamos que más que todos nos ama nuestra madre.

Así en lo espiritual. Aunque nos pegue y nosotros lo sepamos, clamamos por nuestra Madre. Y nuestra Madre, ¿qué hace entonces? Ni aun nos castiga. Porque viendo el grave daño que tenemos, pone sus ojos en curarnos y nada más. Y con título amoroso nos demuestra lo mucho que nos ama y lo que siente nuestro daño.

Pues si Judas, en lugar de desconfiar y entregarse al desaliento, como tierno niño que llama a su madre, hubiera llamado y pedido el perdón a Dios, Dios con entrañas que tiene más amorosas que las de una madre, le da su gracia, le ayuda con ella al arrepentimiento y dolor y todo quedaba remediado; Dios satisfecho y Judas en la amistad y gracia de Dios otra vez.

¡Oh, cuánto se apenó Jesucristo por no haber Judas observado esta conducta!.

¡Pues no Le apenemos también nosotros! ¡No nos entreguemos a la desconfianza y desaliento! Llamémosle siempre que cometamos imperfecciones, faltas y aun pecados graves.

Que Él, con su gracia y con su ayuda, remedia todos nuestros males, y quedamos tan perfectamente curados, como si nada nos hubiera ocurrido. Y observando siempre esta conducta, seguros estamos de poseer a Dios por los siglos sin fin. Así sea.

Oración final para todos los días

Santo y Divino Espíritu, que por Ti fuimos criados y sin otro fin que el de gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios y gozar de Él, con Él, de sus hermosuras y glorias.

¡Mira, Divino Espíritu, que habiendo sido llamado por Ti todo el género humano a gozar de esta dicha, es muy corto el número de los que viven con las disposiciones que Tú exiges para adquirirla!

¡Mira, Santidad suma! ¡Bondad y caridad infinita, que no es tanto por malicia como por ignorancia! ¡Mira que no Te conocen! ¡Si Te conocieran no lo harían! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias que no pueden conocer la verdad de tu existencia!

¡Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven; desciende a la tierra e ilumina las inteligencias de todos los hombres.
Yo te aseguro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias Te han de conocer, servir y amar.
¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor nadie puede resistir ni vacilar!

Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco, al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cristianos!

¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso y precipitadamente corría en busca de los cristianos para pasar a cuchillo a cuantos hallaba!

¡Mira, Señor!, mira lo que fue; a pesar del intento que llevaba, le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la llama de tu amor y al punto Te conoce; le dices quién eres, Te sigue, Te ama y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu honra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia y de todo lo que a Ti, Dios nuestro, se refería.

Hizo por Ti cuanto pudo y dio la vida por Ti; mira, Señor, lo que vino a hacer por Ti apenas Te conoció el que, cuando no Te conocía, era de tus mayores perseguidores. ¡Señor, da y espera!

¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres!
Pues ven y si a la claridad de tu luz no logran las inteligencias el conocerte, ven como fuego que eres y prende en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra.

¡Señor, yo Te juro por quien eres que si esto haces ninguno resistirá al ímpetu de tu amor!

¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande, pero se derrite el bronce!
¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el número de los que, después de conocerte, Te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca Te han conocido!

Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y verás cómo Te dicen lo que Te dijo aquel tu perseguidor de Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?”
¡Oh Maestro divino! ¡Oh consolador único de los corazones que Te aman!

¡Mira hoy a todos los que Te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido!

¡Ven a consolarlos, consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a Ti, y a Ti como luz y como fuego para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, amado, servido de todas tus criaturas, para que en todos se cumplan tus amorosos designios y todos los que ahora existimos en la tierra, y los que han de existir hasta el fin del mundo, todos te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea.


Ver también: Índice Decenario completo





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