DECENARIO: DÍA 4



DECENARIO 
AL ESPÍRITU SANTO

DÍA 4

ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO
(San Agustín)


Espíritu Santo, inspíranos,
para que pensemos santamente.

Espíritu Santo, incítanos,
para que obremos santamente.


Espíritu Santo, atráenos,
para que amemos 

las cosas santas.

Espíritu Santo, fortalécenos,
para que defendamos 

las cosas santas.

Espíritu Santo, ayúdanos,
para que no perdamos 

nunca las cosas santas. 
Amén.


Consideración de 
San Josemaría


Nuestra fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta.

Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno. 

Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad —anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra.

No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
Espíritu de consejo, 
Ven a nosotros!.

Dos alternativas adicionales para vivir mejor este decenario:







HABLAR CON DIOS

El Don de Consejo



- El don de consejo y la virtud de la prudencia.

- El don de consejo es una gran ayuda para mantener una conciencia recta.

- Los consejos de la dirección espiritual. Medios que facilitan la actividad de este don.

I. Son muchas las ocasiones de desviarnos del camino que conduce a Dios, muchos son los senderos equivocados que a menudo se presentan. Pero el Señor nos ha asegurado: Yo te haré saber y te enseñaré el camino que debes seguir; seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti (1). El Espíritu Santo es nuestro mejor Consejero, el más sabio Maestro, el mejor Guía. Cuando os entreguen -prometía el Señor a los Apóstoles refiriéndose a situaciones extremas en las que se encontrarían- no os preocupéis de cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre será el que hable por vosotros (2). Tendrían una especial asistencia del Paráclito, como la han tenido los cristianos fieles a lo largo de los siglos en circunstancias similares.

La conducta de tantos mártires cristianos prueba cómo se ha cumplido en la vida de los fieles aquella promesa que les hizo Jesús. Conmueve el comprobar la serenidad y la sabiduría de personas a veces de escasa cultura, incluso de niños, según ha quedado constancia en numerosos documentos. El Espíritu Santo, que nos asiste aun en las circunstancias de menos relieve, lo hará de una manera singular cuando debamos confesar nuestra fe en situaciones difíciles.

El Espíritu Santo, mediante el don de consejo, perfecciona los actos de la virtud de la prudencia, que se refiere a los medios que se deben emplear en cada situación. Con mucha frecuencia debemos tomar decisiones; unas veces en asuntos importantes, otras, en materias de escasa entidad. En todas ellas, de alguna manera, tenemos comprometida nuestra santidad. Dios concede el don de consejo a las almas dóciles a la acción del Espíritu Santo, para decidir con rectitud y rapidez. 

Es como un instinto divino para acertar en el camino que más conviene para la gloria de Dios. De la misma manera que la prudencia abarca todo el campo de nuestro actuar, el Espíritu Santo, por el don de consejo, es Luz y Principio permanente de nuestras acciones. El Paráclito inspira la elección de los medios para llevar acabo la voluntad de Dios en todos nuestros quehaceres. Nos lleva por los caminos de la caridad, de la paz, de la alegría, del sacrificio, del cumplimiento del deber, de la fidelidad en lo pequeño. Nos insinúa el camino en cada circunstancia.

La vida interior de cada uno es el primer campo donde este don ejerce su acción. Ahí, en el alma en gracia, actúa el Paráclito de una manera callada, suave y fuerte a la vez. “Es tan hábil para enseñar este sapientísimo Maestro, que es lo más admirable ver su modo de enseñar. Todo es dulzura, todo es cariño, todo bondad, todo prudencia, todo discreción” (3). De estas “enseñanzas” y de esta luz en el alma vienen esos impulsos, las llamadas a ser mejores, a corresponder más y mejor. De aquí vienen esas resoluciones firmes, como instintivas, que cambian una vida o son el origen de una mejora eficaz en las relaciones con Dios, en el trabajo, en el actuar concreto de cada día.

Para dejarnos aconsejar y dirigir por el Paráclito debemos desear ser por entero de Dios, sin poner conscientemente límites a la acción de la gracia; buscar a Dios por ser Quien es, infinitamente digno de ser amado, sin esperar otras compensaciones, tanto en los momentos en que todo se presenta más fácil como en situaciones de aridez. “A Dios hay que buscarle, servirle y amarle desinteresadamente; ni por ser virtuoso, ni por adquirir la santidad, ni por la gracia, ni por el Cielo, ni por la dicha de poseerle, sino sólo por amarle; y cuando nos ofrece gracias y dones, decirle que no, que no queremos más que amor para amarle; y si nos llega a decir pídeme cuanto quieras, nada, nada le debemos pedir; sólo amor y más amor, para amarle y más amarle” (4). Y con el amor a Dios llega todo lo que puede saciar el corazón del hombre.

II. El don de consejo supone haber puesto los demás medios para actuar con prudencia: recabar los datos necesarios, prever las posibles consecuencias de nuestras acciones, echar mano de la experiencia en casos análogos, pedir consejo oportuno cuando el asunto lo requiera... Es la prudencia natural, que resulta esclarecida por la gracia. 

Sobre ella actúa este don; es el que hace más rápida y segura la elección de los medios, la respuesta oportuna, el camino que debemos seguir. Existen casos en los que no es posible aplazar la decisión, porque las circunstancias requieren una respuesta segura e inmediata, como la que dio el Señor a los fariseos que le preguntaban con mala fe si era lícito o no pagar el tributo al César. El Señor pidió una moneda con que se pagaba el tributo, y les preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: del César. Entonces les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Al oírlo se quedaron admirados y dejándole se marcharon (5).

El don de consejo es de gran ayuda para mantener una conciencia recta, sin deformaciones, pues, si somos dóciles a esas luces y consejos con que el Espíritu Santo ilumina nuestra conciencia, el alma no se evade ni autojustifica ante las faltas y los pecados, sino que reacciona con la contrición, con un mayor dolor por haber ofendido a Dios. Este don ilumina con claridad el alma fiel a Dios para no aplicar equivocadamente las normas morales, para no dejarse llevar por los respetos humanos, por criterios del ambiente o de la moda, sino según el querer de Dios. El Paráclito advierte, por sí o por otros, acerca de la senda recta y señala los caminos a seguir, quizá distintos de los que sugiere el “espíritu del mundo”. Quien deja de aplicarlas normas morales, importantes o menos importantes, a su conducta concreta es porque prefiere hacer su antojo antes que cumplir la voluntad de Dios.

Ser dóciles a las luces y mociones interiores que el Espíritu Santo inspira en nuestro corazón de ningún modo excluye “el que se consulte a los demás, ni el que se escuchen humildemente las directrices de la Iglesia. Al contrario, los santos se han mostrado siempre presurosos a someterse a sus superiores, con el convencimiento de que la obediencia es el camino real, el más rápido y seguro, hacia la santidad más alta. El Espíritu Santo inspira Él mismo esta filial sumisión a los legítimos representantes de la Iglesia de Cristo: Quien a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha a mí me desecha (Lc 10, 16)” (6).

III. Este don de consejo es particularmente necesario a quienes tienen la misión de orientar y guiar a otras almas. Santo Tomás enseña que “todo buen consejo acerca de la salvación de los hombres viene del Espíritu Santo” (7). Los consejos de la dirección espiritual -por los que tantas veces y de modo tan claro nos habla el Espíritu Santo- debemos recibirlos con la alegría de quien descubre una vez más el camino, con agradecimiento a Dios y a quien hace sus veces, y con el propósito eficaz de llevarlos a la práctica. En ocasiones estos consejos tienen particulares resonancias en el alma de quien las recibe, promovidas directamente por el Espíritu Santo.

El don de consejo es necesario para la vida diaria, tanto para los propios asuntos como para aconsejar a nuestros amigos en su vida espiritual y humana. Este don corresponde a la bienaventuranza de los misericordiosos (8), pues “hay que ser misericordiosos para saber dar discretamente un consejo saludable a quienes de él tienen necesidad; un consejo provechoso, que lejos de desalentarles les anime con fuerza y suavidad al mismo tiempo” (9).

Hoy pedimos al Espíritu Santo que nos conceda ser dóciles a sus inspiraciones, pues el mayor obstáculo para que el don de consejo arraigue en nuestra alma es el apegamiento al juicio propio, el no saber ceder, la falta de humildad y la precipitación en el obrar. Facilitaremos la acción de este don, si nos acostumbramos a llevar a la oración las decisiones importantes de nuestra vida: “no tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto delante de Dios” (10); si procuramos despegarnos del propio criterio: “no desaproveches la ocasión de rendir tu propio juicio”, aconseja Mons. Escrivá de Balaguer (11); si somos completamente sinceros a la hora de pedir un consejo en la dirección espiritual, o a la hora de hacer una consulta moral en algún asunto que nos afecta muy directamente: de ética profesional, o para valorar si Dios pide más generosidad para formar una familia numerosa... Si somos humildes, si reconocemos nuestras limitaciones, sentiremos la necesidad, en determinadas circunstancias, de acudir a un consejero. Entonces no acudiremos a uno cualquiera, “sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto (...). En nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud” (12).

El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (13). Si procuramos seguir al Señor cada día de nuestra vida, no nos faltará la luz del Espíritu Santo en todas las circunstancias. Si tenemos rectitud de intención, no permitirá Él que caigamos en el error. Nuestra Madre del Buen Consejo nos conseguirá las gracias necesarias, si acudimos a Ella con la humildad del que sabe que por sí solo tropezará y tomará frecuentemente sendas equivocadas.


(1) Sal 32, 8.- (2) Mt 10, 19-20.- (3) FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, 4ª ed. , Madrid 1974, p. 96.- (4) IDEM, loc. cit .- (5) Mt 22, 21-22.- (6) M. M. PHILIPON, , Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1983, pp. 273-274.- (7) SANTO TOMAS, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de Catequesis, Rialp, Madrid 1975, p. 153.- (8) IDEM, Suma Teológica, 2-2, q. 52, a. 4.- (9) R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 2ª ed. , Madrid 1975, vol. II, p. 637.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 266.- (11) Ibídem, n. 177.- (12) IDEM, Amigos de Dios, 86 y 88.- (13) Jn 8, 12.






    


DECENARIO 
FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE

Acto de contrición


¡Oh Santo y Divino Espíritu!, bondad suma y caridad ardiente; que desde toda la eternidad deseabas anhelantemente el que existieran seres a quienes Tú pudieras comunicar tus felicidades y hermosuras, tus riquezas y tus glorias.

Ya lograste con el poder infinito que como Dios tienes, el criar estos seres para Ti tan deseados.

¿Y cómo te han correspondido estas tus criaturas, a quienes tu infinita bondad tanto quiso engrandecer, ensalzar y enriquecer?.

¡Oh único bien mío! Cuando por un momento abro mis oídos a escuchar a los mortales, al punto vuelvo a cerrarlos, para no oír los clamores que contra Ti lanzan tus criaturas: es un desahogo infernal que Satanás tiene contra Ti, y no es causa por lograr el que los hombres Te odien y blasfemen, y dejen de alabarte y bendecirte, para con ello impedir el que se logre el fin para que fuimos criados.

¡Oh bondad infinita!, que no nos necesitáis para nada porque en Ti lo tienes todo: Tú eres la fuente y el manantial de toda dicha y ventura, de toda felicidad y grandeza, de toda riqueza y hermosura, de todo poder y gloria; y nosotros, tus criaturas, no somos ni podemos ser más de lo que Tú has querido hacernos; ni podemos tener más de lo que Tú quieras darnos.

Tú eres, por esencia, la suma grandeza, y nosotros, pobres criaturas, tenemos por esencia la misma nada.

Si Tú, Dios nuestro, nos dejaras, al punto moriríamos, porque no podemos tener vida sino en Ti.

¡Oh grandeza suma!, y que siendo quien eres ¡nos ames tanto como nos amas y que seas correspondido con tanta ingratitud!

¡Oh quien me diera que de pena, de sentimiento y de dolor se me partiera el corazón en mil pedazos! ¡O que de un encendido amor que Te tuviera, exhalara mi corazón el último suspiro para que el amor que Te tuviera fuera la única causa de mi muerte!

Dame, Señor, este amor, que deseo tener y no tengo. Os le pido por quien sois, Dios infinito en bondades.

Dame también tu gracia y tu luz divina para con ella conocerte a Ti y conocerme a mí y conociéndome Te sirva y Te ame hasta el último instante de mi vida y continúe después amándote por los siglos sin fin. Amén.

Oración para todos los días

Señor mío, único Dios verdadero, que tienes toda la alabanza, honra y gloria que como Dios te mereces en tus Tres Divinas Personas; que ninguna de ellas tuvo principio ni existió una después que la otra, porque las Tres son la sola Esencia Divina: que las tiene propiamente en sí tu naturaleza y son las que a tu grandeza y señoría Te dan la honra, la gloria, el honor, la alabanza, que como Dios Te mereces, porque fuera de Ti no hay honra ni gloria digna de Ti.

¡Grandeza suma! Dime, ¿por qué permites que no sean conocidas igualmente de tus fieles las Tres Divinas Personas que en Ti existen?

Es conocida la persona del Padre; es conocida la Persona del Hijo; sólo es desconocida la tercera Persona, que es el Espíritu Santo.

¡Oh Divina Esencia! Nos diste quien nos criara y redimiera y lo hiciste sin tasa y sin medida. Danos con esta abundancia quien nos santifique y a Ti nos lleve.

Danos tu Divino Espíritu que concluya la obra que empezó el Padre y continuó el Hijo. Pues el destinado por Ti para concluirla y rematarla es tu Santo y Divino Espíritu.

Envíale nuevamente al mundo, que el mundo no le conoce, y sin El bien sabéis Vos, mi Dios y mi todo, que no podemos lograr tu posesión; poseer por amar en esta vida y en posesión verdadera por toda la eternidad.
Así sea.

Consideración


La escuela del Espíritu Santo; dónde la tiene, cómo la ejerce y qué es lo que enseña. Con la práctica de estas sus enseñanzas se adquiere la verdadera santidad.

Este Divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro.

Ejerce allí este oficio de Maestro sin ruido de palabras y enseña al alma a morir a sí mismo en todo, para no tener vida sino en Dios.

Es muy consolador el modo de enseñar que tiene este hábil Maestro; y no quiere poner escuela en otra parte para enseñar los caminos que conducen a la verdadera santidad, que en el interior de nuestra alma; y se da tal arte... y maña... para enseñar..., es tan hábil y tan sabio, tan poderoso y sutil, que, sin saber uno cómo, siéntese al poco tiempo de estar con Él en esta escuela todo trocado.

Antes de entrar en esta escuela, rudo, sin capacidad, muy torpe para entender lo que oía predicar; y entrando en ella, con qué facilidad se aprende todo; parece como que transmiten a uno hasta en las entrañas la ciencia y la habilidad que el Maestro tiene.

Su modo de enseñar no es con la palabra; rara vez habla, alguna vez a los principios; si se practica bien la lección que Él enseña suele hablar, pero muy poca cosa, para manifestarnos con esto su agrado; y esto ha de estar la práctica bien hecha, porque esta escuela todo es de practicar lo que enseñan, y si no lo practican, es cosa concluida; la escuela se cierra y no se abre.

Porque aunque la escuela se da en el centro del alma, no puede uno entrar allí si no le mete el Maestro, porque aunque él quiera entrar ni puede ni sabe. Lo único que puede hacer es quedarse dentro de sí, no salir fuera, sino ponerse a la puerta, y muy de corazón llorar y sentir su falta desinteresadamente.

Porque el desinterés es como la piedra de toque de esta escuela, pues todo cuanto aquí enseñan, todo hay que practicarlo desinteresadamente, si no nuestras obras no tienen mérito ante nuestro Maestro.

A los principios calla, tolera y no castiga; porque como es tan caritativo, se compadece mucho, porque ve que no sabemos, y nunca pide ni exige lo que no podemos.
Su modo de enseñar es por medio de una luz clara y hermosa que Él pone en el entendimiento.

Cuando anda el alma muy solícita en el cumplimiento de la práctica de la verdad que le enseña, junto con la luz que dejo dicha, dan como una saeta a la voluntad, y la voluntad al recibirla se siente toda encendida en amor a su Dios y Señor, y bien sabe ella cuando esto recibe que no es adquirida, sino dada; y esto nadie se lo dice, pero el alma bien lo entiende y conoce que es así.

En esta escuela hasta en el respirar parece que se respira sabiduría y ciencia, y toda esta sabiduría y ciencia va encaminada al conocimiento de Dios y al conocimiento propio, donde está como el fundamento de todo lo que enseñan, y sin estar esto bien asentado en el alma, no da paso alguno; suspende toda lección, y hasta que esta verdad no echa como raíces en el alma, no pasa adelante con sus instrucciones.

De la penitencia nada nos dice. Sin duda, a mí me parece, que no nos instruye acerca de ella porque de suyo el alma se inclina a la penitencia mejor que a la mortificación; lo que sí se ve con una de esas luces que da al entendimiento es que la penitencia sola, sin la mortificación, llena de soberbia el corazón; y por eso, en esta escuela se aprende a hacer la penitencia con mucha discreción; y se ve con esta luz que da este Divino Espíritu, que Satanás anda muy solícito, inclinando a las almas a hacer grandes penitencias.

En los santos tiene un fin y en los imperfectos otro; y mientras a la penitencia les inclina, de la mortificación les retrae; en la mortificación no hay peligro, por continuada que sea. La penitencia sola no santifica; la mortificación continuada hace grandes santos; con la mortificación continuada se consigue el morir a sí mismo en todo y se adquiere el puro amor de Dios, sin el cual ni hay amistad con Dios ni unión con Él, y menos la transformación, que ésta todo lo hace el amor.

Con la mortificación continuada salimos de la propia esclavitud y nos hacemos señores de nosotros mismos. Con la mortificación continuada se llega a adquirir el primitivo estado en que fueron puestos nuestros primeros padres; y como premio a la mortificación continuada se da Dios al alma, como en posesión en esta vida, y en esta escuela esto es lo que se aprende, porque todas las lecciones a esto van encaminadas: a la continua mortificación.

Hay lección particular para el ayuno y nos enseña a no negar al cuerpo nada de cuanto necesita; pero a los apetitos nunca darles nada de lo que piden, quieren o desean, porque los apetitos nunca piden, quieren o desean por necesidad.

Por necesidad el cuerpo es el que lo ha de pedir, y el cuerpo pide alimento y no pide más; pero los apetitos piden regalo y molicie, pues están siempre, como niños antojadizos, que no piden por necesidad, sino por antojo y capricho.

Por esto, a lo que más inclina este Maestro admirable es a la privación de todo lo que es regalo y el alma, como tiene siempre como entre los ojos la tragedia sucedida en el paraíso, voluntariamente se priva de la fruta, queriendo, si pudiera, desagraviar a Dios de la falta cometida por aquella triste madre, de cuya sangre estamos inficionados.

Porque todo cuanto se hace con las lecciones que en esta escuela dan y las instrucciones que aquí se reciben, el alma vive siempre olvidada de sí y no tiene otro fin en todo cuanto hace que el de agradar a Dios y lograr, si puede, el que Dios sea de todos amado.

De sí misma está olvidada, no piensa en adelantar en la virtud, ni en adquirir virtudes, ni en merecer gracia, ni en adquirir cielo, ni en santificarse.

Para ella y para las demás ni quiere, ni pide, ni desea sino el amar, si posible fuera, como Dios se merece.
Porque el amor desinteresado que enseña en esta escuela hemos de tener siempre a Dios; a desear esto nos lleva y nos exhorta este Maestro Divino.

El nos encamina a amar a Dios como Él nos ama. ¿Por qué nos ama Dios? Por nada, porque nada tenemos y nada Le podemos dar. Nos ama por amarnos, pues amémosle también nosotros sólo por amarle.

Él nos quiere dar su dicha y bienaventuranza eterna; no tuvo otro fin al criarnos que criarnos para tanta dicha y ventura.

¡Oh Santo y Divino Espíritu! Mira que no atinamos a emprender los caminos que a Ti nos conducen.

El amor desinteresado que debemos a Dios, dueño y Señor nuestro, no prende en nuestras almas; la mortificación continuada es un ejercicio desconocido y estos dos ejercicios nos son tan necesarios para ir a Ti.

¡Oh vida de nuestra vida y alma de nuestra alma!; como al pájaro le son necesarias las alas para volar, que fue el fin para el que fue criado. Así estamos nosotros, Santo y Divino Espíritu, sin alas para volar hacia Ti.

!Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven como Maestro y enséñanos desde este día el ejercicio de amor desinteresado; prende ese fuego de amor divino en nuestras almas y con él es cierto que el ejercicio de la mortificación le emprenderemos con gusto.

Ven, que viniendo Vos es cierto que todo está conseguido, que os amaremos como debemos y os daremos el consuelo que Vos tanto deseáis, que es el que gocemos con Vos por los siglos sin fin. Así sea.

Letanía del Espíritu Santo

Señor. Tened piedad de nosotros.
Jesucristo. Tened piedad de nosotros
Señor. Tened piedad de nosotros.
De todo regalo y comodidad. 
Libradnos Espíritu Santo.
De querer buscar o desear algo que no seáis Vos. 
Libradnos Espíritu Santo.
De todo lo que te desagrade. 
Libradnos Espíritu Santo.
De todo pecado e imperfección y de todo mal. 
Libradnos Espíritu Santo.
Padre amantísimo. Perdónanos.

Divino Verbo. 
Ten misericordia de nosotros.
Santo y Divino Espíritu. 
No nos dejes hasta ponernos en la posesión de la Divina Esencia, Cielo de los cielos.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Enviadnos al divino Consolador.

Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. 
Llenadnos de los dones de vuestro espíritu.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo, haced que crezcan en nosotros los frutos del Espíritu Santo.

Ven, ¡oh Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados y renovarán la faz de la tierra.

Oremos 

Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos, según el mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo, Señor nuestro. Así sea.

Obsequio al Espíritu Santo para este día cuarto

La mortificación

La mortificación para el que aspira a la santidad debe ser lo que la respiración para el cuerpo; si ésta falta, el cuerpo no puede tener vida; así nuestra alma, en lo que se refiere a la santidad que desea.

Tanto tendré de santidad cuanto tenga de mortificación, porque la santidad es todo lo contrario de lo que muchos creen; muchos miran y aprecian por santos al que tiene éxtasis, arrobamientos, visiones, revelaciones, dulzuras, consuelos y otras mil y mil cosas que siente el alma en la vida espiritual.

Nada de esto es necesario para llegar a una grande santidad.

La santidad se adquiere por la mortificación y en ella se perfecciona por la mortificación; a los muy mortificados suele Dios darles a gustar de estas cosas como para premiar su continuado trabajo.

Porque la mortificación continuada es el purgatorio en vida a la naturaleza rebelde; ya sabe ella que para gozar nos criaron.

Por eso nunca se logra el que se use de la mortificación y no cueste trabajo su uso.

En otras cosas se adquiere como hábito y costumbre y esto hace que no cueste; pero tratándose de mortificarse y vencerse uno a sí mismo, para con ello agradar a Dios, esto siempre cuesta.

Y por esto al continuado vencimiento en todo que el alma tiene, con el fin único de agradar a Dios, es el darle Dios estas cosas de dulzuras y consolaciones en premio.

Pero mirad, como os miráis en un espejo, en todos aquellos que han querido ser siempre fieles al Señor. Miradles cómo lloran y sienten y se avergüenzan cuando Dios les da a gustar estas cosas.

Cómo se valen de la misma prueba de cariño que Dios les da para obligarle a que nada de esto les dé.

Pues animémonos nosotros a imitarles en esto y a mortificarnos sólo por dar gusto a Dios con ello y manifestarle con esto nuestro amor puro y desinteresado, para lograr con todo ello el amor a Dios en esta vida y continuar amándole por los siglos sin fin. Así sea.

Oración final para todos los días

Santo y Divino Espíritu, que por Ti fuimos criados y sin otro fin que el de gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios y gozar de Él, con Él, de sus hermosuras y glorias.

¡Mira, Divino Espíritu, que habiendo sido llamado por Ti todo el género humano a gozar de esta dicha, es muy corto el número de los que viven con las disposiciones que Tú exiges para adquirirla!

¡Mira, Santidad suma! ¡Bondad y caridad infinita, que no es tanto por malicia como por ignorancia! ¡Mira que no Te conocen! ¡Si Te conocieran no lo harían! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias que no pueden conocer la verdad de tu existencia!

¡Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven; desciende a la tierra e ilumina las inteligencias de todos los hombres.

Yo te aseguro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias Te han de conocer, servir y amar.
¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor nadie puede resistir ni vacilar!

Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco, al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cristianos!

¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso y precipitadamente corría en busca de los cristianos para pasar a cuchillo a cuantos hallaba!

¡Mira, Señor!, mira lo que fue; a pesar del intento que llevaba, le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la llama de tu amor y al punto Te conoce; le dices quién eres, Te sigue, Te ama y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu honra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia y de todo lo que a Ti, Dios nuestro, se refería.

Hizo por Ti cuanto pudo y dio la vida por Ti; mira, Señor, lo que vino a hacer por Ti apenas Te conoció el que, cuando no Te conocía, era de tus mayores perseguidores. ¡Señor, da y espera!

¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres!

Pues ven y si a la claridad de tu luz no logran las inteligencias el conocerte, ven como fuego que eres y prende en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra.

¡Señor, yo Te juro por quien eres que si esto haces ninguno resistirá al ímpetu de tu amor!

¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande, pero se derrite el bronce!

¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el número de los que, después de conocerte, Te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca Te han conocido!

Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y verás cómo Te dicen lo que Te dijo aquel tu perseguidor de Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?”

¡Oh Maestro divino! ¡Oh consolador único de los corazones que Te aman!.

¡Mira hoy a todos los que Te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido!

¡Ven a consolarlos, consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a Ti, y a Ti como luz y como fuego para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, amado, servido de todas tus criaturas, para que en todos se cumplan tus amorosos designios y todos los que ahora existimos en la tierra, y los que han de existir hasta el fin del mundo, todos te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea.

Ver también: Índice Decenario completo






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