DECENARIO: DÍA 5


DECENARIO 
AL ESPÍRITU SANTO

DÍA 5



VEN, ESPÍRITU SANTO

Ven, Espíritu Santo,
y envía del Cielo 

un rayo de tu luz.

Ven, padre de los pobres,
ven, dador de gracias, 

ven luz de los corazones.

Consolador magnífico,
dulce huésped del alma,
su dulce refrigerio.

Descanso en la fatiga,
brisa en el estío,
consuelo en el llanto.

¡Oh luz santísima!
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda,
nada hay en el hombre,
nada que sea bueno.

Lava lo que está manchado,
riega lo que está árido,
sana lo que está herido.

Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está frío,
endereza lo que está extraviado.

Concede a tus fieles,
que en Ti confían
tus siete sagrados dones.

Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales la felicidad eterna.




Consideraciones de San Josemaría

El Espíritu Santo está en medio de nosotros

Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.

Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo. Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. 

Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…

Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).

Espíritu de piedad, 
Ven a nosotros!.


Dos alternativas adicionales para vivir mejor este decenario:

1. Meditación: Hablar con Dios  
2. Decenario Francisca Javiera del Valle 


  1.  


HABLAR CON DIOS
El Don de Piedad



Este don tiene como efecto propio el sentido de la filiación divina. Nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el afecto de un buen hijo hacia su padre.

- Confianza filial en la oración. El don de piedad y la caridad.

- El espíritu de piedad hacia la Virgen Santísima, los santos, las almas del Purgatorio y nuestros padres. El respeto hacia las realidades creadas.


I. El sentido de la filiación divina, efecto del don de piedad, nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el cariño de un buen hijo con su padre, y a los demás hombres como a hermanos que pertenecen a la misma familia.

El Antiguo Testamento manifiesta este don de múltiples formas, particularmente en la oración que constantemente el Pueblo elegido dirige a Dios: alabanza y petición; sentimientos de adoración ante la infinita grandeza divina; confidencias íntimas, en las que expone con toda sencillez al Padre celestial las alegrías y angustias, la esperanza... De modo particular encontramos en los salmos todos los sentimientos que embargan el alma en su trato confiado con el Señor.

Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos enseñó el tono adecuado en el que debemos dirigirnos a Dios. Cuando oréis habéis de decir: Padre... (1). En todas las circunstancias de la vida debemos dirigirnos a Dios con esta filial confianza: Padre, Abba... En diversos lugares del Nuevo Testamento el Espíritu Santo ha querido dejarnos esta palabra aramea: abba, que era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos se dirigían a sus padres. Este sentimiento define nuestra postura y encauza nuestra oración ante Dios. Él “no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones” (2).

Dios quiere que le tratemos con entera confianza, como hijos pequeños y necesitados. Toda nuestra piedad se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios. Y el Espíritu Santo, mediante el don de piedad, nos enseña y nos facilita este trato confiado de un hijo con su Padre.

Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo somos (3). “Parece como si después de las palabras que seamos llamados hijos de Dios, San Juan hubiera hecho una larga pausa, mientras su espíritu penetraba hondamente en la inmensidad del amor que el Padre nos ha dado, no limitándose a llamarnos simplemente hijos de Dios, sino haciéndonos sus hijos en el más auténtico sentido. Esto es lo que hace exclamar a San Juan: ¡y lo somos!” (4). El Apóstol nos invita a considerar el inmenso bien de la filiación divina que recibimos con la gracia del Bautismo, y nos anima a secundar la acción del Espíritu Santo que nos impulsa a tratar a nuestro Padre Dios con inefable confianza y ternura.

II. 

Esta confianza filial se manifiesta particularmente en la oración que el mismo Espíritu suscita en nuestro corazón. Él ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que son inenarrables (5). Gracias a estas mociones, podemos dirigirnos a Dios en el tono adecuado, en una oración rica y variada de matices, como es la vida. En ocasiones, hablaremos a nuestro Padre Dios en una queja familiar: ¿Por qué escondes tu rostro...? (6); o le expondremos los deseos de una mayor santidad: a Ti te busco solícito, sedienta está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta, sin aguas (7); o nuestra unión con Él: fuera de Ti nada deseo sobre la tierra (8); o la esperanza inconmovible en su misericordia: Tú eres mi Dios y mi Salvador, en Ti espero siempre (9).

Este afecto filial del don de piedad se manifiesta también en rogar una y otra vez como hijos necesitados, hasta que se nos conceda lo que pedimos. En la oración, nuestra voluntad se identifica con la de nuestro Padre, que siempre quiere lo mejor para sus hijos. Esta confianza en la oración nos hace sentirnos seguros, firmes, audaces; aleja la angustia y la inquietud del que sólo se apoya en sus propias fuerzas, y nos ayuda a estar serenos ante los obstáculos.

El cristiano que se deja mover por el espíritu de piedad entiende que nuestro Padre quiere lo mejor para cada uno de sus hijos. Todo lo tiene dispuesto para nuestro mayor bien. Por eso la felicidad está en ir conociendo lo que Dios quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y llevarlo a cabo sin dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad divina nace la serenidad, porque sabemos que aun las cosas que parecían un mal irremediable contribuyen al bien de los que aman a Dios (10). El Señor nos enseñará un día por qué fue conveniente aquella humillación, aquel desastre económico, aquella enfermedad...

Este don del Espíritu Santo permite que los deberes de justicia y la práctica de la caridad se realicen con prontitud y facilidad. Nos ayuda a ver a los demás hombres, con quienes convivimos y nos encontramos cada día, como hijos de Dios, criaturas que tienen un valor infinito porque Él los quiere con un amor sin límite y los ha redimido con la Sangre de su Hijo derramada en la Cruz. El don de piedad nos impulsa a tratar con inmenso respeto a quienes nos rodean, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. 

Es más, el Espíritu Santo hace que en los demás veamos al mismo Cristo, a quien rendimos esos servicios y ayudas: en verdad os digo, siempre que lo hicisteis con algunos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis (11. ) La piedad hacia los demás nos lleva a juzgarlos siempre con benignidad, “que camina de la mano con un filial afecto a Dios, nuestro Padre común” (12); nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas, aun las que nos pueden resultar más dolorosas. Así nos lo indicó el Señor: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores (13). Si el Señor se refiere aquí a ofensas graves, ¿cómo no vamos a perdonar y disculpar los pequeños roces que lleva consigo toda convivencia? El perdón generoso e incondicionado es un buen distintivo de los hijos de Dios.

III. 

Este don del Espíritu Santo nos mueve y nos facilita el amor filial a nuestra Madre del Cielo, a la que procuramos tratar con el más tierno afecto; la devoción a los ángeles y santos, particularmente a aquellos que ejercen un especial patrocinio sobre nosotros (14); a las almas del Purgatorio, como almas queridas y necesitadas de nuestros sufragios; el amor al Papa, como Padre común de los cristianos... La virtud de la piedad, a la que perfecciona este don, inclina también a rendir honor y reverencia a las personas constituidas legítimamente en alguna autoridad, y en primer lugar a los padres.

La paternidad de la tierra viene a ser una participación y un reflejo de la de Dios, del cual proviene toda paternidad en el cielo y sobre la tierra (15). “Ellos nos dieron la vida, y de ellos se sirvió el Altísimo para comunicarnos el alma y el entendimiento. Ellos nos instruyeron en la religión, en el trato humano y en la vida civil, y nos enseñaron a llevar una conducta íntegra y santa” (16).

El sentido de la filiación divina nos impulsa a querer y a honrar cada vez mejor a nuestros padres, a respetar a los mayores (¡cómo premiará el Señor el cuidado de los que ya son ancianos!) y a las legítimas autoridades.

El don de piedad se extiende y llega más allá que los actos de la virtud de la religión (17). El Espíritu Santo, mediante este don, impulsa todas las virtudes que de un modo u otro se relacionan con la justicia. Su campo de acción abarca nuestras relaciones con Dios, con los ángeles y con los hombres. Incluso con las cosas creadas, “consideradas como bienes familiares de la Casa de Dios” (18); el don de piedad nos mueve a tratarlas con respeto por su relación con el Creador.

Movido por el Espíritu Santo, el cristiano lee con amor y veneración la Sagrada Escritura, que es como una carta que le envía su Padre desde el Cielo: “En los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (19). Y trata con cariño las cosas santas, sobre todo las que pertenecen al culto divino.

Entre los frutos que el don de piedad produce en las almas dóciles a las gracias del Paráclito se encuentra la serenidad en todas las circunstancias; el abandono confiado en la Providencia, pues si Dios se cuida de todo lo creado, mucha más ternura manifestará con sus hijos (20); la alegría, que es una característica propia de los hijos de Dios. “Que nadie lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría” (21).

Si muchas veces cada día consideramos que somos hijos de Dios, el Espíritu Santo irá fomentando cada vez más ese trato filial y confiado con nuestro Padre del Cielo. La caridad con todos también facilitará el desarrollo de este don en nuestras almas.

(1) Lc 11, 2.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 84.- (3) 1 Jn 3, 1.- (4) B. PERQUIN, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 9.- (5) Rom 8, 26.- (6) Cfr. Sal 43, 25.- (7) Sal 52, 2.- (8) Sal 72, 25.- (9) Sal 34, 5.- (10) Cfr. Rom 8, 28.- (11) Mt 25, 40.- (12) R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 191.- (13) Mt 5, 44-45.- (14) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 121.- (15) Ef 3, 15.- (16) Catecismo Romano, III 5, 9.- (17) Cfr. M. M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1983, p. 300.- (18) Ibídem .- (19) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 21.- (20) Cfr. Mt 6, 28.- (21) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 59.

   


DECENARIO 
FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE


Acto de contrición


¡Oh Santo y Divino Espíritu!, bondad suma y caridad ardiente; que desde toda la eternidad deseabas anhelantemente el que existieran seres a quienes Tú pudieras comunicar tus felicidades y hermosuras, tus riquezas y tus glorias.

Ya lograste con el poder infinito que como Dios tienes, el criar estos seres para Ti tan deseados.
¿Y cómo te han correspondido estas tus criaturas, a quienes tu infinita bondad tanto quiso engrandecer, ensalzar y enriquecer?

¡Oh único bien mío! Cuando por un momento abro mis oídos a escuchar a los mortales, al punto vuelvo a cerrarlos, para no oír los clamores que contra Ti lanzan tus criaturas: es un desahogo infernal que Satanás tiene contra Ti, y no es causa por lograr el que los hombres Te odien y blasfemen, y dejen de alabarte y bendecirte, para con ello impedir el que se logre el fin para que fuimos criados.

¡Oh bondad infinita!, que no nos necesitáis para nada porque en Ti lo tienes todo: Tú eres la fuente y el manantial de toda dicha y ventura, de toda felicidad y grandeza, de toda riqueza y hermosura, de todo poder y gloria; y nosotros, tus criaturas, no somos ni podemos ser más de lo que Tú has querido hacernos; ni podemos tener más de lo que Tú quieras darnos.

Tú eres, por esencia, la suma grandeza, y nosotros, pobres criaturas, tenemos por esencia la misma nada.
Si Tú, Dios nuestro, nos dejaras, al punto moriríamos, porque no podemos tener vida sino en Ti.

¡Oh grandeza suma!, y que siendo quien eres ¡nos ames tanto como nos amas y que seas correspondido con tanta ingratitud!

¡Oh quien me diera que de pena, de sentimiento y de dolor se me partiera el corazón en mil pedazos! ¡O que de un encendido amor que Te tuviera, exhalara mi corazón el último suspiro para que el amor que Te tuviera fuera la única causa de mi muerte!.

Dame, Señor, este amor, que deseo tener y no tengo. Os le pido por quien sois, Dios infinito en bondades.

Dame también tu gracia y tu luz divina para con ella conocerte a Ti y conocerme a mí y conociéndome Te sirva y Te ame hasta el último instante de mi vida y continúe después amándote por los siglos sin fin. Amén.

Oración para todos los días

Señor mío, único Dios verdadero, que tienes toda la alabanza, honra y gloria que como Dios te mereces en tus Tres Divinas Personas; que ninguna de ellas tuvo principio ni existió una después que la otra, porque las Tres son la sola Esencia Divina: que las tiene propiamente en sí tu naturaleza y son las que a tu grandeza y señoría Te dan la honra, la gloria, el honor, la alabanza, que como Dios Te mereces, porque fuera de Ti no hay honra ni gloria digna de Ti.

¡Grandeza suma! Dime, ¿por qué permites que no sean conocidas igualmente de tus fieles las Tres Divinas Personas que en Ti existen?.

Es conocida la persona del Padre; es conocida la Persona del Hijo; sólo es desconocida la tercera Persona, que es el Espíritu Santo.

¡Oh Divina Esencia! Nos diste quien nos criara y redimiera y lo hiciste sin tasa y sin medida. Danos con esta abundancia quien nos santifique y a Ti nos lleve.

Danos tu Divino Espíritu que concluya la obra que empezó el Padre y continuó el Hijo. Pues el destinado por Ti para concluirla y rematarla es tu Santo y Divino Espíritu.

Envíale nuevamente al mundo, que el mundo no le conoce, y sin El bien sabéis Vos, mi Dios y mi todo, que no podemos lograr tu posesión; poseer por amar en esta vida y en posesión verdadera por toda la eternidad.
Así sea.

Consideración


Instrucciones graves que nos da este sapientísimo Maestro; y digo graves, porque son tales que, cuando no las cumplimos, Él huye de entre nosotros y nos impiden el adquirir la unión con Dios.

Las instrucciones que hoy digo nos da este sabio, hábil, prudente, discreto, activo, dulce y cariñoso Maestro, que todos estos títulos merece, porque todo esto que de Él digo parece que al darnos estas lecciones todo nos lo quiere transmitir y grabar para que así como Él obra con nosotros obremos nosotros con nuestros prójimos en general, ya sean amigos nuestros ya no lo sean, o ya sean declarados enemigos; a todos quiere que tratemos igual, con la caridad que Él nos enseña.

Estas instrucciones no nos las da ni nos las hace ver y entender por medio de la luz que ya dejo dicho da al entendimiento; van directamente a la voluntad, pues allí las deja como impresas y grabadas en lo más íntimo de nuestra alma, con el fin de que jamás se nos puedan olvidar, y si nosotros queremos ser agradecidos a tantas manifestaciones de cariño y amor como nos da este nuestro inolvidable Maestro, debemos tener estas sus enseñanzas no como instrucciones, sino como mandatos.

Así los debemos poner por obra y con toda la aceptación de nuestra voluntad.

Nos dice que hablemos y obremos siempre con sencillez y que a nuestro prójimo nunca le hablemos ni tratemos con doblez bajo ningún pretexto.

La sencillez, dice, que es el carácter propio de los hijos de Dios y la doblez y fingimiento es propio de Satanás y sus secuaces y que esta semilla la puso Satanás en el corazón de la mujer y con ella la vanidad, cuando la sedujo a cometer el primer pecado; y dice que es tal el aborrecimiento que tiene Dios al que trata con doblez a su prójimo, que ninguno de éstos entrará a gozar de su descanso.

Nos exhorta también a que con propia voluntad nunca hagamos ningún acto, por pequeño que éste sea, y que debemos dar en nuestro corazón preferencia de aprecio y estima a todos aquellos que con sus contradicciones y privaciones nos ayuden a arrancar de nosotros la propia voluntad.

Nos exhorta a que seamos exigentes con nosotros mismos, encaminando nuestra existencia a toda virtud y perfección y a tener mucha tolerancia con los demás; que tengamos siempre mucha prudencia y obremos con discreción y que andemos con mucho cuidado, porque Satanás, nuestro común enemigo, siempre anda entre nosotros sembrando cizaña para que nosotros cojamos la discordia, que es el fruto que da la semilla que él tira y nos enseña los modos y maneras que él tiene de disfrazarse.

Usa mucho el disfraz de falso celo, que es para las almas consagradas al servicio del Señor la careta con que se cubre y aparece enmascarado con apariencias de celo, porque, quitando la posesión y vista de Dios, lo demás todo lo conoció perfectamente; porque le dio el Espíritu Santo tan privilegiada inteligencia que con ella conoció toda virtud y perfección; pero no la quiso practicar y por eso sabe tan perfectamente el oficio de seducir y engañar con virtudes aparentes y fingidas, que es todo lo que él abarca aparentar y fingir.

Pues rebelándose contra Dios, en esto vino a parar todo su saber y ciencia: a engañar, seducir, fingir y aparentar, y esto es ahora todo su saber y ciencia.

Y toda esta su ciencia, sabiduría y poder los destruimos nosotros con sólo que sigamos la verdad y con esto sólo le dejamos avergonzado, humillado, confundido y en su misma soberbia más y más abatido.

Vuelve a insistir en que nunca con doblez hablemos ni tratemos a nuestro prójimo por lo desagradable que esto es a Dios; y nos prohíbe hablar, decir y manifestar de cualquier modo o manera que sea las debilidades, imperfecciones, faltas o pecados de nuestros prójimos, y dice que el modo de tratar nosotros las cosas que dejó dichas de nuestros prójimos es con Dios, para pedirle gracia y perdón para ellos.

Nos exhorta como a viva voz y con mucha energía, contra la envidia espiritual, que jamás nos dejemos seducir de Satanás a cometer este pecado y el que lo comete es ladrón declarado que roba a Dios la gloria y la honra que Dios se merece y que todos estamos obligados a darle.

En contradicción a este pecado dilatemos nuestro gozo cuanto nos sea posible, siempre que veamos u oigamos hablar en alabanza de nuestro prójimo y jamás nos angustiemos con esos humillos de envidia con que los imperfectos oyen las alabanzas del prójimo o cuando los ven hacer algún acto de virtud, porque dice que el que tiene este pecado está como dominado por él y cuanto ve y oye del prójimo todo le da en rostro, como si le viera cometer graves pecados, porque la envidia espiritual, al que la tiene, le roe hasta las entrañas y la ruina espiritual del que esto tiene es segura.

Y digo que a viva voz nos lo dice, porque hasta los sentidos parece que participan instrucción.

Y nos enseña que cuando con falso celo nos veamos perseguidos, acusados y reprendidos, guardemos riguroso silencio y les abramos nuestro corazón lleno de amor y cariño, siempre que ellos nos busquen, sin darles la menor muestra de resentimiento. Porque, con todo, nos ayudan mucho a lograr más fácilmente la santificación de nuestras almas.

También nos exhorta mucho a que no tallemos ni pulamos a ninguno de nuestros prójimos, porque el que talla y pule a otro está muy lejos de la propia santificación.

También nos exhorta mucho a que tengamos gran temor y desconfianza no de Dios, sino de nosotros mismos, cuando nos alaban y ensalzan, porque la alabanza, la honra y la gloria que os dan no la merecéis vosotros, sino Dios que es el que os ha dado todo cuanto tenéis, por lo que los hombres os alaban y ensalzan.

Además, Satanás, nuestro común enemigo, sabe que de los discípulos de esta escuela él poco saca, porque no tiene posibilidad para entrar en esta escuela, por una parte, y, por otra, aunque quiera andar por las afueras de ella escuchando, nada adelantará, porque allí no hay ruido alguno; allí todo pasa en quietud, reposo, silencio y todo en profunda reserva.

Es la reserva que allí se usa y ejercita tal, que todo cuanto allí recibe el alma, todo en el centro del alma se queda guardado y como escondido, para que ni Satanás ni las criaturas puedan saber cosa alguna.

Y se recibe, porque bien se sabe que es dada una como natural reserva de lo que la dan como si la pusieran un candado para hablar, que mientras Dios no se la quita, no puede decir cosa alguna de lo que entre Dios y el alma pasa.

Pero hay cosas que entre Dios y el alma se quedan reservadas en el mismo Dios. Una comparación: Me lleva el Rey a su palacio y me enseña las cosas que él tiene allí reservadas; de aquellas cosas me da muchas a mí; yo las guardo en mi casa también reservadamente y digo de lo que me enseñó sólo para que yo lo supiera, lo viera y gozara sin otro fin más que éste, digo que quedaron en el Rey reservadas.

Satanás, que anda tan solícito por saber, no puede lograrlo ni halla medio de conseguirlo, y ¿qué hace entonces? Se vale de las criaturas, a ver si lo puede lograr, y movidas por él dicen alabanzas y ensalzamientos tales que las criaturas la suben hasta el tercer cielo como a San Pablo, con el fin de ver si la pueden hacer caer en algún pensamiento vano o en alguna complacencia por donde él pudiera averiguar por dónde anda.

¡Oh Maestro inolvidable! ¿Qué son todos los sabios ante Ti? Da este tu saber a todas las almas que Te están consagradas para que con él se vean libres de todas las astucias de Satanás y consigan con seguridad tu posesión eterna. Amén.

Letanía del Espíritu Santo

Señor. Tened piedad de nosotros.
Jesucristo. Tened piedad de nosotros
Señor. Tened piedad de nosotros.
De todo regalo y comodidad. Libradnos Espíritu Santo.
De querer buscar o desear algo que no seáis Vos. Libradnos Espíritu Santo.
De todo lo que te desagrade. Libradnos Espíritu Santo.
De todo pecado e imperfección y de todo mal. Libradnos Espíritu Santo.
Padre amantísimo. Perdónanos.
Divino Verbo. Ten misericordia de nosotros.
Santo y Divino Espíritu. No nos dejes hasta ponernos en la posesión de la Divina Esencia, Cielo de los cielos.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Enviadnos al divino Consolador.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Llenadnos de los dones de vuestro espíritu.
Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo, haced que crezcan en nosotros los frutos del Espíritu Santo.

Ven, ¡oh Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados y renovarán la faz de la tierra.

Oremos

Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos, según el mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo, Señor nuestro. Así sea.

Obsequio al Espíritu Santo para este día quinto


Amar a nuestros prójimos puramente por Dios y como Dios nos manda que amemos y como El nos enseña.

Amar a nuestros prójimos por Dios es el estar atentos en todo a prestarles nuestros servicios, si en algo nos necesitan, sin poner nuestros ojos en ellos, con el fin de ver si es nuestro amigo o enemigo, si habla bien o mal de nosotros, si es agradecido o ingrato a nuestros favores; porque si lo hacemos puramente por Dios, Dios no se puede portar con nosotros mejor que se porta.

El atributo de su bondad siempre está ejecutando sus bondades con nosotros y nosotros, ¡con cuántas imperfecciones hacemos las obras que pertenecen a su santo servicio!.

Y esta infinita bondad no se retrae de darnos en abundancia su gracia, sus virtudes, sus dones y sus frutos; no aspira sino a enriquecernos y se goza y se gloría en vernos cargados de sus tesoros divinos, y cuando Él nos ve llenos de estas riquezas, como si se honra -¿qué digo como si se honra?- se honra de veras en ello.

Y cuanto más nos da, más su infinita bondad quiere darnos.
Pues resolvámonos a amar desde hoy a nuestros prójimos puramente por Dios y como Dios nos manda amarles y como Él enseña.

Hemos de manifestar el amor a nuestros prójimos para cumplir bien el mandato de Dios, no con los afectos de nuestro corazón, que éstos son para Dios sólo, sino con las obras, gozándonos, con toda nuestra alma y corazón, cuando vemos que los demás Le alaban, Le honran, y Le engrandecen, y no sacar nunca alguno de sus defectos, con lo que manifestamos lo aborrecible que nos es el que Le alaben y ensalcen.

Esta conducta nuestra contrista grandemente al Espíritu Santo y se da por ofendido.

Y así como quiere que nos gocemos en sus alabanzas, así quiere que nos apenemos y de alma y corazón sintamos su deshonra y menosprecio. Resolvámonos desde hoy a observar esta conducta con nuestros prójimos y daremos con ello placer y contento a Dios, que tanto se goza en que demos frutos de vida eterna. Así sea.

Oración final para todos los días


Santo y Divino Espíritu, que por Ti fuimos criados y sin otro fin que el de gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios y gozar de Él, con Él, de sus hermosuras y glorias.

¡Mira, Divino Espíritu, que habiendo sido llamado por Ti todo el género humano a gozar de esta dicha, es muy corto el número de los que viven con las disposiciones que Tú exiges para adquirirla!

¡Mira, Santidad suma! ¡Bondad y caridad infinita, que no es tanto por malicia como por ignorancia! ¡Mira que no Te conocen! ¡Si Te conocieran no lo harían! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias que no pueden conocer la verdad de tu existencia!

¡Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven; desciende a la tierra e ilumina las inteligencias de todos los hombres.

Yo te aseguro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias Te han de conocer, servir y amar.

¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor nadie puede resistir ni vacilar!.

Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco, al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cristianos!

¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso y precipitadamente corría en busca de los cristianos para pasar a cuchillo a cuantos hallaba!.

¡Mira, Señor!, mira lo que fue; a pesar del intento que llevaba, le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la llama de tu amor y al punto Te conoce; le dices quién eres, Te sigue, Te ama y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu honra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia y de todo lo que a Ti, Dios nuestro, se refería.

Hizo por Ti cuanto pudo y dio la vida por Ti; mira, Señor, lo que vino a hacer por Ti apenas Te conoció el que, cuando no Te conocía, era de tus mayores perseguidores. ¡Señor, da y espera!

¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres!.

Pues ven y si a la claridad de tu luz no logran las inteligencias el conocerte, ven como fuego que eres y prende en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra.

¡Señor, yo Te juro por quien eres que si esto haces ninguno resistirá al ímpetu de tu amor!.

¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande, pero se derrite el bronce!.

¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el número de los que, después de conocerte, Te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca Te han conocido!.

Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y verás cómo Te dicen lo que Te dijo aquel tu perseguidor de Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?”

¡Oh Maestro divino! ¡Oh consolador único de los corazones que Te aman!.

¡Mira hoy a todos los que Te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido!.

¡Ven a consolarlos, consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a Ti, y a Ti como luz y como fuego para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, amado, servido de todas tus criaturas, para que en todos se cumplan tus amorosos designios y todos los que ahora existimos en la tierra, y los que han de existir hasta el fin del mundo, todos te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea.


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